Mi nombre es Samad Madkouri, y a mi edad interpretar me fascina. El cuerpo, la voz, el ritual de encarnar lo que no soy, o lo que quizás fui en otra vida. Pero escribir… escribir es otra cosa. Es más crudo, más lento, más solitario. Y, sin embargo, tiene algo que me arrastra y me atrae. Tal vez porque no exige máscaras. O porque me obliga a escuchar lo que no digo cuando actúo. No escribo con facilidad. No tengo fórmulas, ni una técnica clara. Pero cada vez que me siento frente a la hoja, siento que algo se alinea. Como si el teatro, ese lugar que siempre viví desde fuera — el escenario, el público, el texto de otros —, ahora también pudiera ser vivido desde dentro.

Todo comenzó en un camerino. Era tarde, después de una función. Ya me había quitado el vestuario, el maquillaje estaba a medio borrar y el teatro se había quedado en silencio. Me senté solo un momento, sin saber muy bien por qué, mirando el reflejo en el espejo encendido. Estaba cansado, pero no solo físicamente. Sentía algo más, como si el personaje que acababa de interpretar me hubiera dejado una pregunta sin resolver. Entonces agarré un cuaderno que tenía por ahí y escribí una frase. Algo que me había quedado rondando desde el escenario. No tenía intención de escribir nada importante, solo necesitaba sacarlo. Y al hacerlo, me di cuenta de que había encontrado un espacio distinto. Uno que no tenía que ver con actuar, ni con mostrar nada a nadie. Era otra cosa. Más privada. Más honesta, quizá. Desde ese momento empecé a escribir sin buscar nada concreto. Solo para entender lo que me pasaba. Con el tiempo me di cuenta de que no solo quería interpretar historias, también quería construirlas. O al menos intentar escribir lo que a veces no sabía cómo decir. Así descubrí el fascinante mundo de la dramaturgia. No fue una decisión consciente, ni un giro planeado. Fue más bien una necesidad. Al principio escribía sin forma, sin estructura, solo pensamientos sueltos, escenas que no existían, fragmentos de diálogos que no sabía de dónde venían. Pero poco a poco empecé a entender que lo que escribía podía tomar cuerpo, convertirse en algo más que una descarga personal. La dramaturgia me ofreció una nueva forma de estar en el teatro. Ya no solo como actor que recibe palabras ajenas, sino como alguien que también puede provocarlas, construirlas desde dentro. Me di cuenta de que había algo poderoso en escribir para ser dicho, pero también para ser sentido en el cuerpo de otro. Algo entre la intimidad de quien escribe y la exposición de quien actúa. Ahí es donde estoy ahora. En esa frontera entre el actor que soy y el dramaturgo que apenas empieza a asomarse.